viernes, 17 de octubre de 2008

Garzón y los debates

La decisión del juez Garzón ha suscitado un debate sustentado en argumentos de índole técnico, jurídico, en el que no puedo entrar, y otro paralelo de naturaleza bien diferente, político y moral en algunos casos y simplemente emotivo en otros. En lo que se refiere al primero, los argumentos de ambas partes me resultan sensatos, independientemente de que tenga claro cual despierta mis simpatías porque eso, la simpatía, dista mucho de ser un argumento legal, algo que muchos no parecen tener claro. El segundo es mucho más importante, no porque se haga visibles la falsedad de la reapertura de heridas del pasado, evidentemente no cerradas para quienes las sufren, o la necesidad de una reparación por parte de un estado democrático cuyo silencio se torna incomprensible, ni porque con este gesto del juez Garzón, acertado o no, se abra la posibilidad de hacer un acto de justicia (de la de diccionario, no necesariamente de la de los tribunales) definitivo que cierre por fin esas heridas, sino porque es un importante test de madurez para nuestra sociedad, porque nos da la oportunidad de debatir serenamente sobre un tema en el que la serenidad ha brillado hasta ahora por su ausencia, porque nos permite descubrir hasta que punto el espiritu democrático ha calado en nuestra sociedad y si este nos permite, de una vez por todas, afrontar los temas civilizadamente, sin partidismos sectarios ni revanchismos, buscando únicamente el bien común. Y yo no veo en qué perjudica al bien común de los ciudadanos en su conjunto que una parte de ellos pueda enterrar a sus muertos, que se puedan anular juicios cometidos por un estado no democrático, que se pueda señalar (judicialmente o no) a quienes cometieron crímenes. Ni siquiera es una cuestión de dignidad de las víctimas o sus familiares, sino de nuestra sociedad en su conjunto: deberíamos ser capaces de enterrar dignamente a nuestros muertos, sin consideraciones históricas o políticas que pesen en nuestro ánimo más que cuestiones de justicia elemental.
Si del primero de los debates he dicho que los argumentos de quienes justifican la decisión del juez y de los que la critican parecen sensatos y la resolución que tomen las instancias pertinentes será aceptable (¿y aceptada?) en cualquier caso, en el segundo debate, en ese que nos calificará como sociedad democrática, las opiniones sensatas y ponderadas de diverso signo conviven con las nacidas de la exaltación, la irreflexión y la visceralidad, también en ambos sentidos, hasta el punto que estas últimas parecen protagonizar el debate público. Lo importante, de repente, no es si hay una situación injusta y dolorosa que resolver, no es el derecho de un ser humano a enterrar y llorar a sus muertos sean estos republicanos, nacionales, anarcosindicalistas, libertarios, budistas o tolstoianos, sino si tu abuelo mató a más rojos que el mío curas, como si una cosa justificara la otra, como si el duelo fuese un asunto político. La responsabilidad, sea penal sea ética, política o histórica, no se hereda, los nietos no son culpables de los actos de sus abuelos y el honor, el buen nombre de éstos sólo debe ser preservado si existe, algo que hoy día parece fuera de toda duda que no es así.
Visto lo visto, de momento hay que aceptar que lamentablemente no estamos superando el test (claro que eso nos pasa a menudo), no estamos siendo capaces de debatir con naturalidad sobre este tema sin que algunos medios traten de resucitar un enfrentamiento superado, de aceptar que dar justicia a quien la merece no es más que eso, no conlleva ninguna afrenta a quien no debería sentirse aludido. Y tal vez esto sea el mayor de los misterios que suscita esta situación, saber porqué mucha gente sin más relación con aquellos delitos que, en el mejor de los casos, un remoto parentesco, se sienten aludidos, íntimamente ofendidos incluso. Soy incapaz de comprender porqué políticos y periodistas intacháblemente demócratas sienten la necesidad de asumir el papel de ocultadores de los actos cometidos en nombre de un totalitarismo sobradamente condenado por instancias internacionales y por la historia. Si esos delitos se cometieron en nombre de una dictadura de la que lógicamente no se declaran partidarios, ¿porqué defender su ocultación, su olvido, porqué negar a los familiares su derecho a enterrar a sus muertos? No entiendo que se les ha perdido ahí.
Pero aunque no sea capaz de entenderlo, no seré yo quien llame franquista a quien defienda en esto una postura diferente a la mía, sería profundamente injusto, pero por eso mismo exigo que nadie diga que mi defensa de la localización e identificación de las víctimas de la represión franquista (o de cualquiera, de cualquier signo, aquí, en Bosnia o en Darfour, lo mismo da) nace del sectarismo, del revanchismo o del odio. Ambas posturas son intelectualmente válidas y defendibles y nadie debe ser descalificado por sostener una u otra. Ante la discrepancia sólo cabe la argumentación, todo lo demás, sobra.

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