martes, 22 de abril de 2008

Coetzee en Bolonia

España muestra, desde tiempos inmemoriales, la provinciana costumbre de aplicar con un cierto retraso las recetas que se han puesto en práctica en Europa o en Estados Unidos en el pasado reciente independientemente de si han sido acertadas o no, sin cuestionar su idoneidad más allá de la premisa "es lo que hacen en Europa". La novedad es que es ahora la inmensa mayoría de Europa quien decide poner en práctica los procesos que ya se han aplicado en el mundo anglosajón, en este caso en educación superior, cuando parece claro que han supuesto un claro empobrecimiento de las universidades, una concepción mercantilista que nos avoca a su transformación en una formación profesional de grado superior contrario al espíritu universitario que siempre estuvo vigente en nuestro país y al que no habría que renunciar para modernizar y mejorar nuestras instituciones educativas.
Este proceso de Bolonia, de convergencia con el espacio europeo de educación superior y de divergencia con el sentido común y nuestra concepción de la universidad como transmisora de conocimientos por encima de cualquier otra consideración, transmisión de habilidades incluida, se nos presenta como un hecho consumado, algo que no parece gustar a nadie pero que todos creen inevitable, un mal necesario que viene a ser reconocido por nuestro gobierno con la reestructuración ministerial según la cual las universidades ya no son educación, sino otra cosa misteriosamente independiente, aunque eso sí, supeditada a la innovación entendida como interés empresarial. Esta idea de la Bolonia ineludible, este dogma de fé de la modernidad se nos ha inculcado de tal modo que nuestro subconsciente nos hace sentirnos culpables cuando la criticamos, una suerte de extremistas utópicos nostágicos de una concepción renacentista de la Universidad. Pues bien, ayer leí en la última novela de Coetzee una "opinión contundente" que me hizo ver claro que esto no es diferente del provincianismo tradicional de nuestro país que nos ha hecho adoptar acríticamente cualquier rueda de molino que venga de fuera por la única razón de su procedencia, que cuando los intelectuales anglosajones comienzan a reaccionar contra esta mercantilización de la universidad, cuando se alzan voces allí donde el experimento se ha puesto en práctica (en este caso Australia) y dicen claramente que ha fracasado, nosotros decidimos asumirlos como la panacea. Reproduzco el texto a continuación:
Siempre ha habido cierta falsedad en la afirmación de que las universidades son instituciones autónomas. Sin embargo, lo que las universidades padecieron durante las décadas de 1980 y 1990 fue bastante vergonzoso, pues bajo la amenaza de que les recortarían la financiación permitieron convertirse en empresas comerciales, donde los profesores que anteriormente habían realizado sus investigaciones con libertad soberana se transformaron en agobiados empleados que debían cumplir con las cuotas fijadas bajo el escrutinio de gerentes profesionales. Es muy dudoso que los antiguos poderes del profesorado lleguen alguna vez a restaurarse.
[...]
En la época en que Polonia se hallaba bajo el dominio comunista, había disidentes que daban clases nocturnas en sus casas y dirigían seminarios sobre escritores y filósofos excluidos del cánon oficial (por ejemplo, Platón). No había dinero que cambiara de manos, aunque seguramente existían otras formas de pago. Si ha de sobrevivir el espíritu de la universidad, algo por el estilo deberá surgir en países donde la educación terciaria ha sido subordinada por completo a los principios comerciales. En otras palabras, puede que la auténtica universidad deba trasladarse a casas particulares y conceder títulos cuyo único respaldos serán los nombres de los profesores que lo firmen.
En fin, que no tenemos remedio.

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