miércoles, 12 de noviembre de 2008

La vida en la balanza

Las operaciones militares en Afganistán desde tiempos inmemoriales son, casi por definición, una pesadilla, pero una de esas que anhelan la "c" que les falta y se obstinan en morderse la cola como si la tuvieran, porque si la presencia militar es necesaria para proteger a la sociedad civil del conflicto armado que vive, también la presencia de tropas, que son asumidas como de ocupación por gran parte de la población, contribuye al agravamiento del mismo. Ahora bien, comprendo y apoyo la postura del gobierno en el sentido de que es una misión de paz, en zona de conflicto, evidentemente, de lo contrario no haría falta presencia militar sino actuaciones de otro tipo, pero misión de paz al fin y al cabo. Lo contrario implicaría una fuerza de ocupación que nada tendría que hacer allí y que debería volver inmediatamente a casa.
Ocurre sin embargo que la calificación de la misión como de paz no es simplemente una declaración de principios, sino un estatus operativo que por lo que parece implica una serie de limitaciones de la capacidad defensiva de las tropas, y eso ciertamente es muy delicado porque hasta qué punto lo uno justifica lo otro es algo que difícilmente se puede asumir, máxime por parte de aquellas personas en quienes recae la responsabilidad de la seguridad de los soldados y se ven obligadas a ponerles en mayor riesgo del estrictamente necesario. Se ve a la ministra de defensa considerablemente afectada y ciertamente no es para menos, no quisiera yo estar en su pellejo. Da la sensación de que los protocolos militares en vigor en este tipo de misiones no son los más adecuados a los tiempos y tal vez habría que revisarlos para que en lugar de un corsé que limita la capacidad defensiva de las tropas, fueran una herramienta eficaz que la garantice.
A todo esto se puede añadir la legítima duda acerca de si Afganistán es gobernable o no por fuerzas extranjeras, es decir, se puede mantener una artificial sensación de dominio del país pero la historia demuestra que en realidad no es tal. Afganistán es un indómito pedazo de tierra contra el que se estrellaron tanto británicos como soviéticos, y cabe suponer que este nuevo intento no es una muestra de arrogancia al tratar de doblegar a la obstinada historia, de triunfar allí donde otros fracasaron previamente, sino un profundamente difícil y doloroso ejercicio de responsabilidad. De alguna manera se ha logrado instalar en la conciencia colectiva que es necesario mantener Afganistán a raya para garantizar la seguridad de occidente, y no tendría nada que objetar en el caso de que fuera cierto, sólo que no sé si lo es. Y no tengo la certeza básicamente porque no entiendo la postura del gobierno al respecto, es decir, si nuestra presencia allí es necesaria y lejos de suponer un motivo de vergüenza debería serlo de orgullo, ¿a que viene esa obstinación en no enviar más tropas si éstas fueran necesarias?, y si no es así, si en realidad es un intento de imposición de unas determinadas formas de vida a un pueblo que no las desea
en nuestro propio beneficio, ¿que pintamos allí?
Es realmente una situación muy difícil, probablemente un callejón sin más salida que la remota posibilidad de que los taliban queden extasiados con la contemplación del techo con estalactítas de colores que le hemos colocado y den su brazo a torcer. Pero lo que me parece claro es que no podemos resignarnos a tener que dar el pésame a las familias de soldados que entregan su vida probablemente con tantas o más dudas al respecto que las que yo he expresado aquí sin al menos tener la concienta tranquila por haberles proporcionado todas las capacidades defensivas de que nuestro país sea capaz. Y debe hacerse sin cambiar la denominación de misión de paz, sin duda, pero ésta debe sostenerse sobre otros pilares que las vidas perdidas de unos soldados que, puestas en la balanza, deberían pesar más que cualquiera otras consideraciones.

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