jueves, 28 de febrero de 2008

Zapatero y el Rey

Es posible que mi condición de republicano irredento tiña de un exceso de "dramatismo" mi comentario de hoy, pero lo cierto es que las declaraciones de ayer del señor Zapatero me han causado una gran indignación política y una no menos grande decepción personal.
El Presidente del Gobierno fue preguntado ayer en una entrevista en televisión por la presencia de un crucifijo junto a la constitución en el acto de toma de posesión de los miembros del gobierno, a lo que contestó que eso lo organiza la Jefatura del Estado y él, las decisiones del Rey las acata con el máximo respeto (no es literal, no recuerdo las palabras exactas, pero es muy aproximado). Esto me sugiere dos reflexiones:
a) Es triste comprobar como el Rey está en este pais por encima de la ley, no es que no acepte la voluntad de muchos españoles de que los actos institucionales se practiquen desde el más escrupuloso laicismo (eso es un deseo más que una exigencia legal hoy por hoy), sino que ni tan siquiera acata el precepto constitucional que nos define como estado aconfesional, y no ya en el desempeño diario de sus tareas, sino en un acto institucional tan relevante desde un punto de vista simbólico como la toma de posesión de los miembros del Gobierno de España.
b) El Presidente del Gobierno, representante de la soberanía popular elegido democráticamente por todos los españoles, no considera que entre sus funciones esté hacer cumplir el ordenamiento jurídico si quien lo transgrede es el Jefe del Estado, parece que cree ser un subordinado del Rey, cuando no hay nada más lejos de la realidad. En política, las palabras son importantes no por como suenan ni por sus valores estéticos, sino por lo que significan, y la aceptación acrítica de la voluntad del Rey no es, como dice el sr. Presidente una cuestión de respeto, sino de sumisión y el representante de la soberanía popular no puede de ningún modo mostrarse sumiso ante nadie en el ejercicio de sus funciones.
Una de las muchas respuestas correctas habría sido que trataría de sacar adelante un ley que organizase el protocolo de todos los actos institucionales de modo que se respetaran los preceptos constitucionales de aconfesionalidad, igualdad... Tampoco le puedo pedir que se adapte a mi visión de las cosas y se declare partidario acérrimo del laicismo, pero sí estoy en mi perfecto derecho de exigirle que en su acción de gobierno y en sus manifestaciones públicas se atenga a la Constitución en las cosas que le pueden resultar incómodas con el mismo celo con que la invoca para aquellas que le resultan convenientes. También habría aceptado que su respuesta fuera diametralmente opuesta a mi opinión, que justificase la presencia de símbolos religiosos en actos institucionales escudándose en la tradición, el protocolo, o incluso que argumentase porqué es legal o al menos compatible con la ley (si es que lo fuera por motivos que desconozco, que también puede ser). Habría discrepado igualmente, pero no me habría quedado más remedio que aceptar su opinión con la naturalidad que se deben aceptar las discrepancias en democracia, sin embargo lo que no es de recibo, lo verdaderamente grave es que se evidencie que la voluntad del Rey está por encima de la del resto de los españoles expresada en la Carta Magna, que el Presidente del Gobierno argumente que ante lo que el Rey decide él no tiene nada que decir. Éso es lo que me indigna.
Soy consciente de que puedo sonar exagerado, que elevo una simple anécdota a la categoría de drama, pero para mi no es un asunto baladí sino que lo que está en juego es la dignidad de las instituciones y de la esencia misma de la representatividad democrática: no veo claro de qué sirve elegir a una persona que represente la voluntad de 46 millones de personas si ésta está supeditada a la de una sola. Si la Jefatura del Estado fuese elegida, como sería lógico, por sufragio universal, no sería tan grave (estarían ambos elegidos democráticamente) y probablemente no habría ningún problema en ejercer el debido control a sus acciones, además de que en último extremo quedaría el recurso de la no reelección, pero en nuestro anacrónico, irracional e incomprensible caso, lo es porque sencillamente se coloca a un cargo no electo y hereditario absolutamente por encima de la ley, de la soberanía popular, de la crítica y del bien y del mal, y eso es democráticamente inaceptable.

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