martes, 3 de mayo de 2011

Los atajos inaceptables

En días en los que no hay cauce para tanto río de tinta, resulta difícil elegir un tema del que hablar entre los que han llamado mi atención por algo más que por alimentar la incipiente vena misantrópica que la actualidad me provoca. De hecho últimamente si hay algo que predomina en este blog es el silencio, no un silencio indiferente,sino uno indignado, pero silencio al fin y al cabo. Sin embargo, especialmente en días como este, hay cosas que decir, ¿cómo no iba a haberlas si las reglas del juego que uno inocentemente había aceptado como democráticas toda la vida resulta que no sólo no son ya respetadas como tales, sino que se desprecian y se atacan como enemigas de la democracia misma? 
Pues sí, los asesinatos selectivos, por despreciable y miserable que sea el asesinado, y Bin Laden no podría serlo más, no son dignos de una democracia que si se caracteriza por algo es, o debe ser, por su respeto exquisito y extremado a la ley y al comportamiento éticamente aceptable que se supone nos define y que se resume con una sencilla frase: el fin no justifica los medios. Una democracia a sus enemigos los debe detener, juzgar y condenar con arreglo a sus leyes, y si en el proceso de detención resulta que el criminal es abatido porque se defiende con violencia o lo que fuere, pues se acepta como es y se lamenta el no poder demostrar que somos mejores que ellos (y si lo somos es básicamente porque no asesinamos, no nos vengamos y no actuamos sino en base a la ley) juzgándole, pero si el objetivo único y declarado es el asesinato, si no reconocemos más ley que la del Talión ni más camino que el atajo, entonces no somos merecedores de la superioridad moral que justifica lo que se ha dado en llamar guerra contra el terrorismo o incluso la pervivencia del sistema mismo. Cuanto más despreciable, más abyecto es el criminal más necesario es el juicio justo, el espectáculo de juzgar a un criminal no es muestra de debilidad, sino de fortaleza democrática y para los ciudadanos de una democracia, especialmente para las víctimas, debería resultar tan emocinante la contemplación de la acción de la justicia que cuando ésta se les sustrajese para sustituirla por la de la procesión de un simple féretro o la noticia de éste, lejos de aplaudir acríticamente deberían criticar indignados que se les haya hurtado el derecho a la justicia en el mezquino nombre de la primaria venganza. El hecho de que prácticamente nadie (salvo tal vez el cada vez más imprescindible Escolar) haya sentido la necesidad de alzar la voz para decir cosas como esta dice muy poco de nosotros como sociedad, que Estados Unidos haya actuado como lo ha hecho es malo, aunque esperable, pero que en Europa y singularmente en España lo aplaudamos como la quintaesencia de la ética democrática es sencillamente repugnante. Bin Laden no me inspira el menor asomo de lástima o compasión, es nuestra sociedad con sus principios en almoneda la que desgraciadamente me provoca una pena infinita.
Y es tan fácil de comprender como hacer el ejercicio de cambiar el nombre del miserable ejecutado por el más doméstico de alguno de nuestros no menos miserables  terroristas para entender que es un comportamiento inaceptable, porque si se denuncia como inadmisible, que lo es, dar un chivatazo a un terrorista para evitar que lo detengan, tanto más lo será pegarle sin más un tiro en la cabeza. Al menos casi todos en España parecíamos estar de acuerdo en que cosas como el GAL eran terrorismo de estado, no un nuevo modelo de guerra o sandez semejante.
Hablando de nuestros miserables, he leído que hay a quien le indigna que haya 6 jueces que votan en contra de la ilegalización de las listas de Bildu, como también hay a quien le indigna que haya nueve que voten lo contrario. Yo no tengo ni la preparación ni los datos suficientes como para saber a ciencia cierta si lo uno o lo otro es lo que procede (porque la justicia evidentemente debe dejar de lado las preferencias personales), por eso a mi me indignan ambas cosas a la vez, que haya seis y que haya nueve al mismo tiempo. Es cierto que el derecho no es lo que se dice una ciencia exacta, que siempre debe haber un cierto margen para la interpretación, eso lo entiendo y lo asumo, pero ese cierto margen no vale para una cosa y su contraria, no vale para todo. Independientemente de su pertinencia o no, que no es cosa que competa a los jueces del Supremo, la ley de partidos vigente no es especialmente ambigua, lo que dice lo dice con suficiente claridad como para que las decisiones dependan en exclusiva de las pruebas presentadas, o así debe ser, de modo que de la misma forma que nadie entendería que reunidos 16 de los mejores oncólogos de un país para valorar una determinada historia clínica, nueve opinaran que no es cáncer, seis que sí y uno que no sabe, no contesta, debiera mostrarse con semejante claridad el rechazo a que la justicia haga lo propio en los asuntos de su competencia. Si las pruebas son suficientes, todos los jueces deben actuar en un sentido y si no lo son o no son meridianamente claras (no olvidemos que el nuestro es, afortunadamente, un sistema garantista), deben actuar en el otro, no deberían los magistrados obligarnos a hacer un esfuerzo de imaginación para diferenciar las deliberaciones de la sala 61 del supremo de las charlas de cafetería, la argumentación fundamentada de la pura y simple opinión.
 

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