lunes, 28 de marzo de 2011

The Wall. Roger Waters. 26/3/2011

Los días 26 de marzo rara vez se transforman en 25 de octubre, les resulta de propio incompatible con su naturaleza, sin embargo este pasado sábado en lugar de como el último de marzo se presentó en mi perjudicada imaginación como un rutilante 25 de octubre, y no cualquiera, sino el de 1415, porque los soldados ingleses que se disponían a derramar su sangre en la batalla de Agincourt, cuando escucharon la famosa Arenga del día de San Crispín con que el rey Enrique V (si es que ésta se asemejó a la que escribiera después Shakespeare en la escena III del acto IV de su drama) les motivó para lograr una inesperada victoria sobre los franceses, seguramente sintieron una euforia similar  a la que, sin ánimo de exagerar, sentí yo. Y no por la batalla, no soy muy partidario de hacer apología de la guerra y nada sería más inapropiado para el caso que nos ocupa, sino por la conciencia de estar asistiendo a un momento histórico. Tenía yo la ventaja de no verme en el trance de tener que afrontar una cruel batalla en inferioridad de condiciones, que ya de por sí no es poca cosa, y no era un rey inglés de 28 años, sino un músico británico de 67, el causante de mi euforia, pero la conciencia de estar asistiendo a un momento histórico era indudable. 
Si hace 25 años me hubiesen preguntado qué me gustaría hacer si pudiera viajar en el tiempo, es  probable que hubiese respondido que asistir a uno de los escasos conciertos del muro que en su momento dieron Pink Floyd, pero la máquina del tiempo no estuvo a mi disposición hasta ahora, y no funcionó hacia atrás, sino que rescató el concierto del pasado y lo trajo al presente. Sin Pink Floyd, es cierto, ahora lo celebra Roger Waters en solitario (bueno, no en solitario, con una banda espectacular pero sin sus compañeros de reparto originales) y con cierta mejoras técnicas y logísticas que lo convierten, ahora como entonces, probablemente en el mayor espectáculo que se pueda ver sobre un escenario. La apabullante puesta en escena, la tremendamente efectiva iconografía y los dibujos de Gerald Scarfe, cuyo mérito es de destacar ya que funcionan a la perfección pese al paso del tiempo y la llegada de la era digital, la virtuosa ejecución de los músicos, el emotivo alegato antibelicista que conforman las imágenes de víctimas reales de conflictos armados proyectadas sobre el muro que comenzaron con la del padre del propio Waters, la inigualable partitura y la madurez de su intérprete principal conviertieron el concierto en una experiencia inolvidable, pero difícil de explicar para quien no la viviera en directo. Poco queda que añadir, salvo que, como les pasara a aquelos ingleses que en 1415 no participaran en la batalla de Agincourt en palabras del rey: los gentileshombres que están ahora en la cama en Inglaterra se considerarán malditos por no haber estado aquí.
 

No hay comentarios: