miércoles, 9 de septiembre de 2009

Afganistán

Quedaría por encima de mis posibilidades y de mis intenciones, en estos días de aniversario de la segunda guerra mundial, una reflexión acerca de la herencia que ha quedado de ella en nuestra sociedad, sin embargo, a modo de anécdota, si que veo una tan clara como triste reminiscencia de las técnicas propagandísticas nazis en nuestros políticamente correctos dirigentes, la vigencia de la frase célebre de uno de sus más denostados actores, esa que pronunció Goebbels y que decía que una verdad era una mentira repetida mil veces. Y es que de tanto como nos repiten sus mantras los creadores de opinión mundiales corremos el riesgo de creernos que los pilares del pensamiento único son, efectivamente, verdades fundamentales. Pues no lo son, por mucho que hasta los que nos oponemos a ellos lo hacemos en ocasiones aceptando involuntariamente su validez y convirtiendo por tanto la discusión política en un sofisma de dimensiones colosales.
Afganistán es un claro ejemplo, tanto nos han repetido que la intervención en ese país se hace en nombre de la paz y la democracia, pero sobre todo de nuestra propia seguridad y como escalón indispensable en la lucha contra el terrorismo global, que no nos paramos a pensar en algo tan evidente como si tenemos algún derecho a ocupar un país extranjero para salvaguardar nuestros propios intereses que podrían verse hipotéticamente atacados en caso de permitirles que se desarrollaran en libertad. Nos creemos con el derecho de ocupar militarmente un país cuya población no desea nuestra presencia, de imponerles un sistema que les es ajeno, de traicionar después ese sistema que les imponemos avalando un pucherazo electoral intolerable en nuestros propios países y todo ello con un elevadísimo coste en vidas humanas. La historia enseña, como bien indica hoy Santiago Carrillo en El País, que la democracia rara vez arraiga bajo el paraguas de una ocupación extranjera, lo cual pone en evidencia la validez de la coartada humanitaria que mantiene allí las tropas, de modo que la única que se mantiene en pié es la de nuestros propios intereses particulares, los cuales, por muy modernos, democráticos y occidentales que sean, no nos proporcionan una bula para pasearnos por el mundo imponiendo a los demás aquel sistema que mejor garantice nuestro bienestar.
El ejército no es responsable de las decisiones políticas que en buena lógica está obligado a acatar, no es este comentario un reproche a quienes hacen su trabajo con una eficacia y una entrega extraordinarias, más aun teniendo en cuenta las condiciones en las que deben hacerlo, y no sería justo, además, no sentirse orgulloso del reconocimiento de la labor de nuestras tropas que la población afgana de las zonas bajo su control es la primera en expresar. Pero que hagan bien su trabajo justifica que se les felicite por ello, en ningún modo que se deje de ejercer la censura necesaria a quienes toman la decisión política que les mantiene allí.
El gobierno trata de convencernos de que nuestra presencia en Afganistan es indispensable tanto para los afganos como para nuestra relación con nuestros aliados (algo que no parecía importar tanto en Irak) y la oposición de que es cierto que las tropas deben mantenerse allí pero reconociéndose la naturaleza guerrera de la misión. La verdad indiscutible es que debemos estar allí, pero como somos muy demócratas podemos discutir los detalles de esa presencia, incluso sostener una intensa polémica, pues las polémicas son a menudo estupendas y tupidísimas cortinas de humo, sobre la etiqueta que se les debe poner, esto es, el color del casco. Pues es falso, lo indiscutible no es cierto y existe otra opción, porque lo importante de la presencia española en Afganistán no es si su misión es de paz o de guerra, sino si tenemos algún derecho a intervenir militarmente en ese país. Y la respuesta es no. Por tanto ha llegado la hora de dejar de hablar de aumento del contingente y hacerlo del regreso de las tropas, y va llegando el momento de analizar seria y objetivamente no la etiqueta que corresponde a los militares destacados allí, sino la que corresponde a las víctimas, aunque esa sea una verdad incómoda que no queramos escuchar.

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