lunes, 8 de febrero de 2010

Naranja, sí, pero humo

No deja de resultar curioso que seis años después de la grandilocuentemente llamada revolución naranja en Ucrania, aquel que se nos vendió como el villano, Viktor Yanukóvich, gane las elecciones presidenciales mientras que el supuesto héroe, Viktor Yushenko, presidente de la república, obtenga un ridículo 5% en la primera vuelta y la heroina, Yulia Timoshenko, presidenta del gobierno, parezca que vaya a caer derrotada en la segunda vuelta denunciando, eso sí, fraude electoral masivo. Poco importa que los observadores internacionales den su plácet a un un proceso de cuya limpieza, conviene tenerlo en cuenta, es ella la responsable en su calidad de presidenta del gobierno. Pero si una vez funcionó, ¿porque no probarlo una segunda?
No soy un gran conocedor de la política ucraniana, sin embargo este proceso me llama la atención por dos poderosos motivos: uno el rotundo fracaso de un gobierno sin más señas de identidad de el nacionalismo exacerbado y definido en negativo por su enfrentamiento a Rusia más que en positivo por políticas concretas. Era de esperar, sin embargo los nacionalismos siguen presentándose como fuerzas políticas emergentes en todo el mundo, con tan poco que ofrecer. El segundo motivo es la extremada ductilidad de las masas en determinados momentos históricos en los que basta una cierta movilización y algún leit motiv emotivo más propio del cine (el héroe envenenado por el malvado vecino todopoderoso, la heroína que se enfrenta a las adversidades vestida al modo tradicional) que de la política para permitir que una protesta probablemente justa, lo desconozco, pero puedo asumir sin mayor problema que fuera así, se disfrace nada más y nada menos que de "revolución" y llevados por la catártica inercia de la palabra seamos capaces de entregar nuestros destinos a personas a las que jamás elegiríamos en condiciones normales. O a lo mejor sí las elegiríamos, pero desprovistas de ese halo romántico de revolucionario sin el cual todo el mundo sabe a que atenerse y tanto la exigencia como la decepción, en su caso, son menores y más asumibles. 
No me cabe duda de la sinceridad de la ilusión y la esperanza de los ciudadanos que apoyaron aquel espejismo de revolución que fue naranja, sí, pero de humo, pero tampoco dudo de los peligros de la política de los sentimientos, porque estos son mucho más manipulables que las ideas, y los beneficiarios de la supuesta revolución, hoy parece claro, no tenían otra cosa que ofrecer que el emotivo recurso a una ancestralmente ultrajada identidad nacional, lo cual viene siendo como no tener nada.

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