martes, 2 de febrero de 2010

El ominoso haraquiri de Zapatero

Hay veces que la actitud del Presidente del Gobierno me resulta francamente difícil de comprender, y no en términos intelectuales, para qué, sino incluso en aquellos que ya tengo claro que son los únicos que marcan las reglas del juego, los electorales. Tras aguantar lo peor de la crisis, si es que es cierto que lo peor ha pasado que espero que así sea, con un encendido discurso de defensa de las prestaciones sociales, tras decir hasta la saciedad que ningún trabajador debía pagar por la crisis y que jamás recortaría ninguno de los atributos del ya de por sí lánguido estado del bienestar que disfrutamos, ahora, por sorpresa y cuando ya sólo le quedaba el apoyo de quienes se creyeron esas palabras huecas (en su boca) pero que sonaban bien, decide emprender una reforma de las pensiones alarmantemente antisocial y que encarna precisamente todo aquello ante lo que una y otra vez dijo durante la crisis que no iba a doblegarle. La reforma seguramente no sea lo suficientemente neoliberal como para devolverle el apoyo de ese centroderecha que tanto desea atraer el Presidente sin el cual no cree posible ganar elecciones (no hay a estas alturas reforma capaz de hacerle lograr eso) pero sí que se sitúa lo suficientemente a la derecha como para que todos aquellos incautos que creían ver en este PSOE una opción progresista (en economía) le retiren airadamente su apoyo y su simpatía (curiosamente siempre ha tenido más de lo primero que de lo segundo). Sus razones tendrá, no lo dudo, pero se me escapan y esta propuesta, que ni siquiera se ha defendido con gallardía por los miembros concernidos del Gobierno que han recurrido a algunos subterfugios infumables ("no es por la crisis sino por la demografía", dijo la Vicepresidenta Económica), bien parece más la banda sonora del obsceno y ominoso haraquiri que el señor presidente se empeña en hacerse impúdicamente en nuestro abdomen.
Sin embargo, por más que se nos llene la boca, a mi el primero, de críticas más o menos acertadas hacia nuestra clase política, hay que reconocer que su dignidad y su sentido de la realidad se sitúan muy por encima de dirigentes de otros campos menos sujetos a la opinión pública que el de la política. Hay que agradecer a los dirigentes de la Confederación Africana de Fútbol que con su imperdonable iniquidad nos recuerde tan vívidamente que lo nuestro podría ser mucho peor. En la galería de inmundicia moral de la humanidad, tan poblada, se recordará por mucho tiempo a ese grupo de personas que un día, en un despacho probablemente luminoso y moderno, se reunió para castigar a un equipo por el terrible pecado de dejarse asesinar por un grupo terrorista.


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