viernes, 20 de febrero de 2009

El fango y la vergüenza ajena

Se puede suponer que cuando alguien decide convertir su actividad profesional en un lodazal es porque, con mayor o menor disfrute, está más que dispuesto a revolcarse en el fango. Lo señores diputados de la Asamblea, a partir de ayer más bien corrala, de Madrid parecen haber decidido rebajar los niveles de educación, cortesía y capacidad de diálogo no sólo muy por debajo de lo que supone la dignidad de su cargo, sino que por lo demostrado ayer a duras penas llegan a la suela de los zapatos de la más exaltada y polémica junta de vecinos que se pueda dar entre los ciudadanos cuyo mandato representativo tan desafortunadamente ostentan. Sepan los señores diputados de todos los grupos que participaron ayer en la algarada tabernaria en que decidieron convertir algo tan aparentemente noble como una sesión parlamentaria que al menos este ciudadano libre que suscribe, aunque sospecho que no es el único, siente una profunda, hiriente y desesperanzada vergüenza ajena por ellos. Y lo más triste de todo es que lo sucedido ayer no sorprende en absoluto.
Respecto a ese catálogo de afrentas graves en el que para tirios y troyanos parece haberse convertido la actualidad, destacaría que sí, un ministro sorprendido cazando sin licencia debe sin duda dimitir (aunque sería triste que a la postre fuera ese el detonante de su salida, no su incapacidad manifiesta), y sí, un presidente de una Comunidad Autónoma investigado por recibir regalos desorbitados deberá dimitir si se demuestra su culpabilidad, algo que por ahora no se ha hecho y por tanto se le debe seguir considerando inocente. No se si habrá cometido algún delito más grave que el perpetrado ayer contra el buen gusto con su discurso tan cursi como mediocre, pero de existir indicios de ello es completamente razonable que se investigue, porque lo que define la culpabilidad de alguien es la sentencia, no el proceso, y todo aquel que se sienta injustamente acusado de lo que sea, en lugar de rasgarse las vestiduras por ser investigado con todas las garantías, debería alegrarse de poder acogerse a todos los mecanismos que el estado de derecho le proporciona para lavar su imagen y salvaguardar su honor. Sólo los culpables deberían ponerse nerviosos por ser investigados.


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