Cuando Borís Pasternak dijo aquello del “poder desarmado de
la verdad desnuda”, aunque conocía bastante de cerca eso que podíamos denominar
la maldad, probablemente no tenía en mente que el desarrollo de la tecnología
nos llevaría a un punto en el que unos miserables desde cualquier punto del mapa pueden decapitar a un ser humano inocente y en cuestión de segundos
hacer llegar la imagen de su bárbara degeneración humana a una gran mayoría de
los hogares del planeta. El vídeo en si, o los vídeos habría que decir, sin
necesidad de más comentario, explicación y ni tan siquiera sin necesidad de
visionado, se puede decir que son la verdad desnuda de lo que ha sucedido, pero
son lo suficientemente elocuentes como para eliminar el término “desarmado” de
la poética definición de Pasternak. Porque son un arma, desde luego no refinada
ni elegante pero sí eficiente y dañina. Y siendo incalificables las imágenes,
tal vez lo peor de esos vídeos sea el anuncio del nombre de la siguiente
víctima, el desalmado luto cautelar al que obligan a familiares y allegados, la
hasta hace poco inconcebible situación de no sólo tener que imaginar lo inimaginable,
sino de vivir una y otra vez la desgracia antes incluso de que ocurra.
En los términos en que la pensó el poeta, esa del “poder
desarmado de la verdad desnuda” es sin duda una gran frase, una gran idea. Pero
en los que la crueldad del Estado Islámico me la ha devuelto del recuerdo es dolorosa.
Una desgracia que ni los poetas serían capaces de explicar es una desgracia que
no debería existir, que nadie debería jamás haber imaginado.
Y nosotros sin embargo a preocuparnos de lo que voten unos
señores escoceses pasado mañana o de si se vota o no de aquí a dos meses en Cataluña.
Yo no sé qué vemos en nuestro ombligo que tanto nos gusta mirarlo, pero a mí me
parece que como todos los ombligos sólo tiene dos posibilidades: o está limpio
o está lleno de porquería. Creo que está claro cómo está el nuestro, el de la
marca España.
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