Si no hiciera mucho tiempo que la elegancia y la cortesía
fueron desterrados del Congreso de los Diputados, lo vivido ayer en el
hemiciclo habría sido lo más parecido a un funeral de esas características tan
cívicas que debieran caracterizar el comportamiento cívico exigible a un
representante de los ciudadanos en una democracia. Un entierro en ausencia,
original concepto que fue probablemente la única aportación que los señores
diputados nos hicieron a sus representados, por llamarnos de alguna manera: la
infinita capacidad de sus señorías para matar a un muerto una y otra vez.
Probablemente fuera el Presidente del Gobierno quien, a fuerza de mostrarse
faltón, grosero e irrespetuoso, más distancia mostró entre su desempeño y la
dignidad inherente a su cargo, pero no creo que los ciudadanos podamos, por
diversos motivos, sentirnos orgullosos de nuestros representantes, por
llamarlos de alguna manera. En las propuestas, los análisis, las acusaciones o,
les ruego que me perdonen por la inexactitud del uso del lenguaje, los
argumentos exhibidos, cada cual podrá coincidir más o menos, o incluso nada. A
mí lo que me pareció en ese sentido lo que vi, que no fue todo, fue un
lamentable regodeo en la mediocridad, pero en fin, cada cual puede libre y legítimamente
disentir de esa percepción. Pero lo que es innegable es que en las formas hubo
un abismo entre lo que fue y lo que debe ser y que si la función del debate del
estado de la nación es tomarle el pulso a la misma, lo que habría que concluir
es que la nación está crispada y es mediocre, maleducada y carece tanto de
argumentos como de capacidad para expresarlos por no hablar de ponerlos en
práctica. Afortunadamente vivimos en esa nación y sabemos que no es así, que lo
que ocurre en ese hemiciclo no es necesariamente y en todos los ámbitos reflejo
de la sociedad a la que representan, por decirlo de alguna manera.
En el libro recientemente editado por Libros del Asterioide “Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo”, recopilación de las crónicas de guerra de Augusto Assía que desde Londres se publicaban en La Vanguardia, el autor comenta un cartel en el que se decía: “Con tu coraje, con tu decisión, con tu cortesía, ganaremos la guerra” y concluye en que es precisamente en ese llamamiento a la cortesía en lo que se encuentra el hecho diferencial de los ingleses frente al resto del mundo. Hace menos tiempo un parlamentario inglés dijo algo bien diferente: “el parlamento se ha convertido en un lugar en el que personas honradas se dicen a la cara cosas que no se dirían en la calle”. De estos dos extremos está claro en cual, voluntariamente, se sitúan los señores diputados que prefieren escupirse improperios a compartir argumentos, que prefieren el insulto al debate. Y miren, no les pagamos para eso, sino para que solucionen nuestros problemas. A estas alturas nos conformaríamos probablemente con que no nos hicieran más daño del soportable pero a lo que no deberíamos estar dispuestos es a que nos cubrieran de oprobio mostrando al mundo una imagen tan lamentable que ofende la dignidad de cualquier ciudadano honrado.
En el libro recientemente editado por Libros del Asterioide “Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo”, recopilación de las crónicas de guerra de Augusto Assía que desde Londres se publicaban en La Vanguardia, el autor comenta un cartel en el que se decía: “Con tu coraje, con tu decisión, con tu cortesía, ganaremos la guerra” y concluye en que es precisamente en ese llamamiento a la cortesía en lo que se encuentra el hecho diferencial de los ingleses frente al resto del mundo. Hace menos tiempo un parlamentario inglés dijo algo bien diferente: “el parlamento se ha convertido en un lugar en el que personas honradas se dicen a la cara cosas que no se dirían en la calle”. De estos dos extremos está claro en cual, voluntariamente, se sitúan los señores diputados que prefieren escupirse improperios a compartir argumentos, que prefieren el insulto al debate. Y miren, no les pagamos para eso, sino para que solucionen nuestros problemas. A estas alturas nos conformaríamos probablemente con que no nos hicieran más daño del soportable pero a lo que no deberíamos estar dispuestos es a que nos cubrieran de oprobio mostrando al mundo una imagen tan lamentable que ofende la dignidad de cualquier ciudadano honrado.
No sé si fue la cortesía o no lo que llevó a los ingleses a
la victoria en la segunda guerra mundial, lo que tengo claro es que es la falta
de cortesía lo que ahonda cada vez más el abismo que separa a representantes y
representados y que en tanto no se acerquen a la dignidad no ya de su cargo
sino de las personas por cuyos intereses deberían velar, hasta que no sea
posible ver un debate parlamentario sin sentir la repulsa de la vergüenza ajena,
sería recomendable que puestos a abandonar las formas abandonasen también sus
nombres y en lugar de debate del estado de la nación lo llamasen feria del
insulto o como correspondiera. Porque no es de la nación sino de la mediocridad
de sus representantes, por llamarlos de alguna manera, de lo que fue muestra la
cita de ayer y si no podemos evitar que sea así, al menos deberíamos ser
capaces de mostrar la debida distancia con algo que nos es tan ajeno.
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